Por Ángel Martínez Samperio
En estos calores de finales de julio, cuando escribo esta colaboración, me deja mi memoria, en la playa de la imaginación, recuerdos espumosos: “La metamorfosis” de Kafka en que ha decaído “El hombre rebelde de Camus”, la rapacidad en que ha mutado la paloma de que habla el etólogo Konrad Lorenz, “La sociedad del cansancio” de que habla el filósofo surcoreano Byung-Chul Han, con su carreta de síntomas depresivos: la recaída en la nada; el déficit de atención; el trastorno límite de la personalidad; el síndrome del desgaste ocupacional… son incentivos al pensamiento y la conducta, bajo un régimen competitivo, que producen estrés. Todo aquello que nos proponga entrar en otra realidad paralela tiene su atractivo en esta sociedad del espectáculo, y toda instrumentalización, robótica o automática, que nos haga confortable la vida tendrá nuestro parabién. “La sociedad del rendimiento [dice nuestro autor] es la sociedad del dopaje”.
¿Puede ponerse la razón al servicio de intereses espurios, y empeñarse en hacerlos razonables? Puede. Si todo lo humano es perfectible, también puede degradarse. Quizás por eso Habermas y Fukuyama consideran el transhumanismo, y no ya sólo el posthumanismo, “la idea más peligrosa del mundo”, según el juicio de valor que de ellos hace Teresa López Pellisa. Habermas se plantea si en el futuro nos aguarda una eugenesia liberal y alza la pregunta: “¿Aún queremos comprendernos como seres normativos, que esperan los unos de los otros responsabilidad solidaria e igual respeto mutuo? ¿Qué posición deberían mantener la moral y el derecho en una sociedad que se redefiniera a partir de conceptos funcionalistas y libres normas?” Y añade: “Quien empieza a instrumentalizar la vida humana, quien empieza a distinguir lo que es digno de vivir y lo que no, emprende un trayecto sin paradas”. Estamos, dice, “frente al equivalente a Hiroshima en ingeniería genética, y no debe encontrarnos desprevenidos”. Alza, por tanto, la nueva pregunta: “¿Debemos disponer libremente de la vida humana con fines selectivos?”. Lo que inquieta a Habermas es la imprecisión que percibe en la frontera entre la “naturaleza que somos” y “la dotación orgánica que nos damos”, y no digamos la extraorgánica y artificial.
De ahí surge una tercera pregunta que Habermas formula. Larga es la cita, pero no me resisto a transcribirla:
“[…] urge preguntarse si la tecnificación de la naturaleza humana modificará la autocomprensión ética de la especie de manera que ya no podamos vernos como seres vivos éticamente libres y moralmente iguales orientados a normas y razones. Pues la irrupción imprevista de alternativas sorprendentes ha sacudido algunos supuestos elementales que aceptábamos como obvios […], hay autores que nos hablan de perfeccionar al ser humano mediante la implantación de chips, o de suplantación por robots más inteligentes, […] los nanotecnólogos esbozan la imagen, mezcla de hombre y máquina, de una planta productiva sometida a la supervisión y la renovación autorreguladas, a la reparación y el perfeccionamiento constantes. Según esta visión, minúsculos robots, replicantes de sí mismos, circularán por el cuerpo humano uniéndose a tejidos orgánicos para, por ejemplo, detener los procesos de envejecimiento o multiplicar las funciones del cerebro. Los ingenieros informáticos tampoco se quedan atrás en este género y la imagen de robots del futuro que esbozan es de unas máquinas autonomizadas que condenan a los seres humanos de carne y hueso a ser un modelo en extinción, ya que esas inteligencias superiores habrán superado los pasos estrechos del hard-ware humano. Al software, separado de nuestros cerebros, le auguran no sólo la inmortalidad sino también la perfección ilimitada […] Un cuerpo repleto de prótesis para aumentar el rendimiento o una inteligencia de ángeles almacenada en el disco duro son imágenes fantasiosas que liquidan fronteras trazadas y contextos que, hasta ahora, en nuestro hacer cotidiano, nos parecían una necesidad trascendental. Por un lado, lo crecido orgánicamente se confunde con lo hecho técnicamente; por otro, la que provoca un cambio de autocomprensión ética de la especie, un cambio que ya no productividad del espíritu humano se disocia de la subjetividad viviente. No me importa si tales especulaciones expresan chifladuras o pronósticos dignos de tomarse en serio […]; a mí sólo me sirven como ejemplo de una tecnificación de la naturaleza humana puede armonizarse con la autocomprensión normativa de personas que viven autodeterminadamente y actúan responsablemente”
Esa armonización es condición sine qua non para el progreso humano en la tierra, pero es ahí donde Peter Sloterdijk sale al paso al echar mano de “La carta sobre el humanismo” de Heidegger y levantar la pregunta:
“¿Qué amansará al ser humano, si fracasa el humanismo como escuela de domesticación del hombre?”.
Y añade: Se alzan “cuestiones como si el desarrollo a largo plazo también conducirá a una reforma genética de las propiedades del género. Una futura antropotécnica orientada a la planificación explícita de las características humanas, o si se podrá realizar y extender por todo